Donald Ewen Cameron (1901-1967) va ser president de l'Associació Americana de Psiquiatria entre 1952-1953. Durant la seva presidència es va publicar la primera edició del DSM, el Manual diagnòstic i estadístic dels trastorns mentals. Va dur a terme experiments amb la idea de "formatar el cervell" (buscant deixar-lo en blanc utilitzant combinacions d'electroxocs, psicofàrmacs i privacions sensorials), per posteriorment "introduir-hi el programari adequat", per tal que les persones es comportessin segons els models de comportament desitjats. Va col.laborar amb la CIA en programes de control mental, fent servir malalts com a conillets d'índies. Aquests experiments van servir posteriorment per dissenyar protocols de tortura.
D'aquest resum telegràfic el més sorprenent és que tot i comportar-se com una mena de Josef Mengele americà i viure en un país democràtic i abanderat (en teoria) dels drets humans, va aconseguir el més alt càrrec dins de la seva professió. Segons sembla, no es va penedir mai dels seus experiments. Quan va morir els seus familiars van cremar els seus arxius.
És bo recordar Donald Ewen Cameron, entre d'altres coses per posar de manifest que assolir un alt càrrec (en el seu cas el més alt càrrec relacionat amb la salut mental als Estats Units) no és sinònim ni de competència professional ni de decència ètica.
A continuació, adjunto alguns fragments del primer capítol de "La doctrina del xoc", de la Naomi Klein (Paidós, 2007, un llibre del tot recomanable), sobre el cas de Gail Kastner, una de les seves víctimes hospitalàries.
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Capítulo 1. El laboratorio de la tortura / Ewen Cameron, la CIA y la maníaca obsesión por erradicar y recrear la mente humana
“Ya no hablo con periodistas”, dijo la voz tensa que se oía al otro lado del hilo telefónico. Y luego una diminuta ventana de esperanza: “¿Qué quiere?”.
Me doy cuenta de que tengo unos veinte segundos para convencerla, y no será fácil. ¿Cómo puedo explicarle a Gail Kastner lo que quiero de ella, el viaje que me ha llevado a llamar a su puerta?
La verdad suena tan extraña: “Estoy escribiendo un libro sobre el shock. Y sobre los países que sufren shocks: guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y desastres naturales. Luego, de cómo vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que explotan el miedo y la desorientación frutos del primer shock para implantar una terapia de shock económica. Después, cuando la gente se atreve a resistirse a estas medidas políticas se les aplica un tercer shock si es necesario, mediante acciones policiales, intervenciones militares e interrogatorios en prisión. Quiero hablar con usted porque creo que es una de las personas que ha sobrevivido al mayor número de shocks. Usted fue víctima de los experimentos clandestinos de la CIA con electroshocks y otras “técnicas especiales de interrogatorio”. Y por cierto, creo que los frutos de las investigaciones para las cuales usted fue una cobaya humana se están utilizando con los prisioneros de Guantánamo y Abu Ghraib”.
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Son las pequeñas fracturas de su espina dorsal, que se vuelven más dolorosas a medida que la artritis se extiende por su cuerpo. El dolor de espalda es sólo uno de los recuerdos de las sesenta y tres veces que descargaron entre 150 y 200 voltios de electricidad en los lóbulos frontales de su cerebro, mientras su cuerpo se convulsionaba violentamente encima de la camilla, causándole diminutas fracturas, roturas de ligamentos, mordeduras en los labios y dientes rotos.
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Durante toda su vida adulta, la mente de Gail le ha fallado. Los hechos se evaporan inmediatamente de su cabeza, y los recuerdos, si es que permanecen (muchos no lo hacen), son como instantáneas esparcidas por el suelo.
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Durante varios años, a Gail la desconcertaban mucho sus lagunas memorísticas, así como otros detalles. Por ejemplo, no sabía la razón por la cual un pequeño destello eléctrico de la puerta del garaje le provocaba un ataque de pánico incontrolable. O por qué le temblaban las manos cuando enchufaba el secador de pelo. Sobre todo, no entendía por qué recordaba la mayor parte de su vida adulta pero casi nada antes de los veinte años.
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En 1992, Gail y Jacob se detuvieron frente a un quiosco que exhibía un titular sensacionalista: “Lavado de cerebro: las víctimas recibirán compensaciones”. Kastner empezó a leer el artículo por encima, y varias expresiones le llamaron inmediatamente la atención: “parloteo de bebé”, “pérdida de memoria”, “incontinencia urinaria”. “Vamos a comprar el periódico”, dijo Jacob. En un café cercano, la pareja leyó la increíble historia de cómo, en la década de los cincuenta, la CIA había financiado a un médico en Montreal para que realizara extraños experimentos en los pacientes psiquiátricos. Les privaba de sueño y los aislaba durante semanas, y luego les administraba altas dosis de electroshocks, así como cócteles de drogas experimentales como el psicodélico LSD y el alucinógeno PCP (fenciclidina), conocido más comúnmente como polvo de ángel. Los experimentos transportaban a los pacientes a estados preverbales e infantiles, y se habían realizado en el Alian Memorial Institute de la Universidad McGill, bajo la supervisión de su director, el doctor Ewen Cameron.
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Los enfermos iban a Cameron en busca de alivio a causa de ligeros trastornos mentales de poca importancia (depresión posparto, ansiedad, incluso terapia de parejas) y fueron utilizados, sin su conocimiento o consentimiento, como cobayas humanas para satisfacer la sed de información de la CIA acerca de las técnicas de control mental.
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Al igual que los economistas defensores del libre mercado, que están convencidos de que sólo mediante un desastre de enormes proporciones – una gran destrucción – se puede preparar el terreno para sus “reformas”, Cameron creía que podía recrear mentes que no funcionaban, y reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa, si infligía dolor y traumatizaba el cerebro de sus pacientes.
Gail conocía vagamente la historia que implicaba a la CIA y a la Universidad McGill, pero jamás le había prestado atención. Ella nunca había tenido nada que ver con el Alian Memorial Institute. Pero ahora, sentada con Jacob en ese café, leyendo las palabras de los otros pacientes – “pérdida de memoria”, “regresión” – no dudó. “Comprendí que esas personas debieron de pasar por lo mismo que yo había pasado.” Dije: “Jacob, ahí está la razón”.
En la tienda del shock
Kastner escribió al Alian Memorial Institute y solicitó su historial médico. Primero le dijeron que no tenían ninguno. Finalmente lo logró: 138 páginas. El doctor que la había ingresado era Ewen Cameron. Las cartas, notas y cuadros médicos del expediente de Gail cuentan una historia desgarradora: la de una joven de dieciocho años durante los años cincuenta, y sus limitadas opciones, y la de las instituciones públicas y médicos que abusaron de su poder. La documentación empieza con el diagnóstico del doctor Cameron con motivo del ingreso de Gail: estudiante de enfermería en McGill, Gail saca excelentes notas, y Cameron la describe como, “hasta ahora, un individuo razonablemente bien equilibrado”.
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Gail causó buena impresión entre las enfermeras, según las entradas manuscritas de éstas en el historial, pues compartían vínculos ya que la chica estudiaba enfermería. La describen como “alegre, sociable y simpática”. Pero durante los meses que pasó bajo su cuidado, Gail sufrió una transformación radical en su personalidad, meticulosamente documentada en el archivo: al cabo de unas semanas, “mostraba un comportamiento infantil, expresaba ideas extrañas y aparentemente estaba en estado de alucinación [sic] y era destructiva”. Las notas indican que esta joven de inteligencia normal apenas llegaba a contar hasta seis. Luego se volvió “manipuladora, hostil y muy agresiva”. Finalmente, “pasiva y apática”, incapaz de reconocer a los miembros de su propia familia. El diagnóstico final es de, “esquizofrenia […] con claros rasgos histéricos”, un cuadro mucho más serio que la ligera “ansiedad” que sufría cuando fue ingresada.
Sin duda la metamorfosis tenía algo que ver con los tratamientos que también constan en el expediente médico de Gail Kastner: altas dosis de insulina, que le inducían múltiples comas; extrañas combinaciones de ansiolíticos y antidepresivos; largos períodos en los que permanecía en estado de inconsciencia inducida merced a los calmantes una cantidad de electroshocks ocho veces superior a la media que se solía administrar en la época. A menudo las enfermeras consignan los intentos de Kastner de escapar de sus médicos: “Trata de huir, […] afirma que el tratamiento es erróneo y nocivo. […] Se niega a recibir su electro después de recibir la inyección”. Estas quejas invariablemente conllevaban un nuevo viaje hacia lo que los colegas más jóvenes de Cameron llamaban la “tienda del shock”.
La búsqueda de la pureza
Después de releer varias veces su historial médico, Gail Kastner se convirtió en una especie de arqueóloga de su propia vida. Leía y estudiaba todo lo que pudiera ser una explicación potencial de lo que le había sucedido en el hospital. Descubrió que Ewen Cameron, un norteamericano de origen escocés, había alcanzado la cúspide de su profesión: la presidencia de la Asociación Americana de Psiquiatría, de la Asociación Canadiense de Psiquiatría y de la Asociación Mundial de la Psiquiatría.
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Para “borrar la pauta” de sus pacientes, Cameron utilizó un instrumento relativamente nuevo, llamado Page-Russell, que administraba hasta seis descargas consecutivas en vez de una. Frustrado por el hecho de que sus pacientes seguían aferrándose a los retazos de sus personalidades originales, Cameron los desorientó aún más con anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas: clorpromacina, barbitúricos, pentotal sódico, óxido de nitrógeno (el conocido “gas de la risa”), metanfetamina, Seconal, Nembutal, Veronal, Melicone, Thorazine, largactil e insulina. Cameron escribió en un artículo en 1956 que gracias a estos fármacos, el paciente “se desinhibía y sus defensas se debilitaban”.
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Con pacientes bajo estado de shock y drogados hasta un extremo vegetativo, éstos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieciséis o veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días.
A mediados de los años cincuenta, varios investigadores de la CIA se interesaron por los métodos de Cameron. Era el principio de la histeria de la Guerra Fría, y la agencia acababa de lanzar un programa de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban “técnicas especiales de interrogación”.
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No es ningún consuelo para Gail, que tendrá que vivir para siempre con su columna vertebral dañada y sus recuerdos quebrados, pero en sus escritos Cameron veía sus actos de destrucción como un proceso de creación, un regalo para sus desafortunados pacientes que bajo su cuidadosa labor de repautación, volverían a nacer de nuevo.
En este sentido Cameron fracasó espectacularmente. No importa el grado de regresión que alcanzaron sus pacientes: jamás llegaron a aceptar o absorber por completo los mensajes incansablemente grabados en las cintas. Aunque fue un genio en la destrucción de personalidades, fue incapaz de reconstruirlas. Un estudio de seguimiento llevado a cabo después de que Cameron dejara el Allan Memorial Institute determinó que el 75 % de sus pacientes había empeorado después de sus tratamientos. De los pacientes que desarrollaban una vida laboral normal antes de la hospitalización, más de la mitad fueron incapaces de retomar sus trabajos y otros muchos, como Gail, sufrieron una batería de dolencias físicas y mentales desconocidas.
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El problema, obvio visto en retrospectiva, fue la premisa en la que descansaba la teoría de Cameron: la idea de que antes de curar al enfermo, todo lo que existe en su mente debe eliminarse sin excepción. Cameron estaba seguro de que si borraba los hábitos, costumbres, pautas y recuerdos de sus pacientes, lograría algún día alcanzar el prístino estado mental de la tabla rasa. Pero a pesar de lo mucho que se esforzó, drogando, desorientando y aplicando tratamientos de choque a sus pacientes, jamás lo consiguió. Resultó ser verdad lo contrario: cuanto más insistía, más destrozaba a los sujetos de sus estudios. Sus mentes no estaban “limpias”; más bien quedaban en ruinas, su memoria fracturada y su confianza traicionada.
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[p. 49 a 55, 57,58,77]